Conocí a Marcos López a comienzos de los 80, cuando fotografiaba en blanco y negro imágenes documentales. Imágenes que registraban su amor constante por América latina, la cultura popular y los seres que la vida arroja a los márgenes vibrantes de la existencia.
Desde el comienzo también fue un gran retratista (quizá el más grande que ha dado América del Sur en el último medio siglo). Es capaz de establecer con el retratado una empatía extrema que se conjuga con su capacidad, también extrema, de distanciarse emocionalmente de lo que lo conmueve hasta las lágrimas.
Marcos es, a la vez, un ser que vive en carne viva cada una de las situaciones que enfrenta y un frío entomólogo que diseca con maestría a los seres que su ojo capta. Ahora ha llevado esta maestría a la escritura.
Sospecho que quiso ser fotógrafo para ser un artista que iba a ir más allá de la fotografía. Cuando logró ser un artista contemporáneo en todo soporte imaginable (desde la performance a la pintura, desde la escultura al teatro) se puso a escribir y se transformó en un poeta cimarrón que ahora el lector puede disfrutar desde la primera a la última página.
No creo que la escritura sea la estación terminal del camino imperial de Marcos López. Su objetivo real es conquistar el universo. Transformar lo real en un mundo propio.
Con este libro ya lo logró en parte: luego de leerlo sentimos que la literatura argentina canónica es una especie de balbuceo incoherente que estaba esperando su clave. Esa clave es nada menos que la puesta en escena que hace Marcos López de la gauchesca vista como una de las bellas artes.
Me da un poco de envidia no haber escrito este libro.
Daniel Molina