Desde su regreso de Barcelona en 2010, Claudio Larrea camina la ciudad que había dejado en 2001. Y la fotografía. No agrega ni quita nada, no modifica las escenas para fotografiarlas. Las suyas son tomas directas, casi un registro de la realidad, con el único filtro de su mirada, es decir, de lo que elige fotografiar entre todo lo que hay frente a sus ojos. ¿Pero es Buenos Aires la ciudad que retratan sus imágenes? Más aún: ¿retratan una ciudad esas imágenes? Quizá nos aproxime a la respuesta una célebre cita de Anaïs Nin: “Jamás vemos las cosas como son, las vemos como somos”.
La fotografía permite, como ninguna otra de las artes visuales, caminar por el filoso borde que separa la ficción del puro registro. Y especialmente en esta serie Larrea hace equilibrio sobre ese borde con asombrosa comodidad, recorre esa fina línea con evidente placer y soltura para crear (¿para revelar?) Waires, un territorio nuevo que no es ni esta Buenos Aires de los años posteriores al cataclismo de 2001 ni aquella Berlín de la República de Weimar, la Alemania derrotada en la Primera Guerra Mundial, signada tanto por la inestabilidad política y social como por una deslumbrante actividad artística y cultural, que desembocó en el ascenso de Hitler al poder.
Para su relato y su fundación poética de Waires, el artista no recurre a datos históricos ni objetivos de Buenos Aires, sino exclusivamente a los que percibe o intuye su mirada de sensibilidad expresionista: lo que queda de una ciudad oscura que alguna vez, en otro tiempo -según otros relatos, otras ficciones- fue luminosa; que fue moderna y hoy parece melancólicamente detenida o fuera del tiempo; que quiso elevarse hacia el cielo en los años treinta y hoy parece sumergida en un pozo sin fin; con un paciente trabajo de arqueólogo visual, retira capa sobre capa y recoge con su cámara los restos velados que en esta ciudad quedan de aquella. Palacios sombríos, cúpulas majestuosas, juegos de la luz y la geometría, sueños de piedra y cristal, engañosa arquitectura de las finanzas, del poder y las instituciones, el orden de los hogares suntuosos y el de los modestos, monumentos de héroes olvidados bajo densos nubarrones grises, maniquíes que parecen a punto de despertar... En esos paisajes escenográficos se mueven los habitantes de Weimar, más cerca del sopor que de la vigilia. Con fragmentos de otros sueños, de otras épocas, Larrea sueña la larga noche de Waires y nos la muestra, siempre en pausa, huérfana de futuro y cargada de silencio.
Eduardo Villar