Al modo de Gilles Deleuze, estas clases no podían ser otra cosa que el recorrido de un encuentro muy singular entre pintura y filosofía. No es un curso sobre pintura o una estética. Deleuze no está seguro de que la filosofía haya aportado algo a la pintura. Busca más bien lo contrario: aquello que la pintura tiene para aportar a la filosofía.
Es preciso entonces atravesar los nombres propios y sus temas –los cuadros tormentosos de Turner, los paisajes y retratos de Cézanne y Van Gogh, el punto gris de Klee, las figuras amaneradas de Miguel Ángel o los cuerpos deformados de Bacon–, las grandes corrientes –el expresionismo, la pintura abstracta, el impresionismo– y las grandes épocas –Egipto, Grecia, Bizancio, el Renacimiento, el siglo XVII y el XIX–. Cada paso en la pintura indicará un concepto o distinción original para la filosofía.
En la primera parte del curso, pintores, técnicas, cuadros y corrientes, se convierten en una distinción más para el concepto de diagrama, fabricado en la pintura, pero tan importante para la filosofía de Deleuze. En la segunda parte, entonces, pondrá a prueba sus definiciones en las grandes épocas de la pintura, no sin multiplicar en cada una de ellas las hipótesis que las conectan con una época del pensamiento filosófico.
¿Cómo logra Deleuze atravesar todas las construcciones más obvias acerca de la pintura? Con el color como un magma vivo que recorre el cuadro, con ojos fijados en contornos, derrocados por manos que se han vuelto un dedo, fuerzas invisibles como fantasmas que hacen ondear los lienzos, líneas que no creen en cuadros o líneas melódicas pintadas, luces que esculpen espacios como en una génesis, con planos tomados en movimientos geológicos… Lo logra con una guía que lo obsesiona: el hecho pictórico ocurre siempre detrás de toda ilustración y toda narración.