Alfred N. Whitehead (1861-1947) es de esos extraños filósofos que todos reconocen como un genio pero del que nadie habla. No es para menos: un modo de razonar esquivo, argumentos por momentos herméticos, una obra que comienza con sus escritos de lógica junto a Bertrand Russell y dando saltos inverosímiles termina en una cosmología, Dios incluido. Reconoció explícitamente su deuda con Henri Bergson y William James; es un filósofo del proceso, del acontecimiento, de la creación, de las relaciones y lo múltiple, todos momentos claves para la filosofía contemporánea. Sin embargo, los comentarios de su obra son escasísimos.
Isabelle Stengers asume el riesgo de la tarea con sumo detalle, recorriendo la obra completa, libro por libro, pero bajo la hipótesis de que no se puede pensar “a” o “sobre” Whitehead, pues lo propio de su filosofía –que opera a la manera de un matemático– es plantear los problemas de tal modo que obliguen al pensamiento a dar saltos arriesgados. Y esto vale tanto para el autor como para el lector. Por eso, comentar a Whitehead es pensar con él, inventar libre y salvajemente las condiciones para leerlo, subirse a una filosofía de la aventura haciendo una filosofía aventurada.