Cerrando el círculo del elefante es el título del último cuento de este libro; este libro cierra así: “El Elefante giró la cabeza enorme hacia él y él buscó algo en sus pupilas, quizá esperando una señal, un destello que delatara la presencia real de su padre en esos ojos. Pero no consiguió distinguir nada”. Cuando sea que hayamos alcanzado a leer esa última voluta de humo verbal, tan bella y expansiva, estaremos al final de un sendero que hemos transitado de un modo hipnótico. Habremos llegado embaucados por un narrador que habla un lenguaje extraterrestre, pausado, lógico; resonará en nosotros la voz de un profesor erudito que se ha dado el lujo de perderse entre las ramas de la ciencia y que ha podido volver a cada momento. Habitaremos un territorio distinto, donde las fronteras no son geográficas sino reflejo de lo íntimo. Un mundo que reserva cierto lugar por los fuertes y otro espacio -triste, desencajado- para los débiles. Habremos de reconocer a nuestro mundo como el inevitable enfrentamiento entre dos bandos. Mujeres y hombres, punkies y nazis, padres e hijos separados por circunstancias comunes pero anónimas, como se separan arbitrariamente un día los miembros de un par de zapatos. Fuertes o débiles; de esa tensión nos habla la voz hipnótica que escribe las historias de este libro. Tomás Richards se aferra al lenguaje y lo pone a mecer en una cuna con maestría, construye una canción de una música privada, música que reconocemos. Abraza la sensibilidad inteligente de Houellebecq, Juan Terranova o Fogwill y en ese gesto nos deja en silencio y sin aire, haciéndonos alguna pregunta sobre las lesiones internas, la vida y la muerte, la compasión y los rencores, la especie humana y las bestias, aquellos espejos en que nos miramos y que tal vez nos devuelven una imagen, la de figuras de perros.
María Lobo