¿Qué es la oscuridad? ¿Un paisaje que nos inquieta? ¿Algo que nos rodea?
No, más bien es algo que anida en nosotros, brota del interior, como un huevo de obsidiana que de pronto eclosiona. “La oscuridad no se comparte, se contagia” dice Sol —casi una ironía, su nombre— el personaje de uno de los cuentos. Y la frase puede aplicarse a cualquiera de ellos. De los personajes. De los cuentos.
Enfermos de Oscuridad está compuesto por cuatro historias, que decantan —y declaran abiertamente— lecturas de Poe y, sobre todo, la cotidianeidad de un Stephen King de barrio, uno nacido en Haedo o Flores. Son cuatro relatos, alguno fantástico, otro realista pero decididamente perturbador, en los que Lucas Berruezo nos contagia su propia oscuridad.
La oscuridad de la culpa infiel, esa que confunde la muerte con los sueños. La que se aloja en la penumbra del cuarto de un escritor obseso, consumido por su propia ceguera. La oscuridad del vientre pregnante, poblado por criaturas que jamás han visto la luz, menos aún la del día. La de las calles ocultas, invisibles, que nos desvían del rumbo y se convierten en paisaje del viaje al abismo del corazón.
Si te asomás, si mirás con atención estas letras negras, vas a descubrir que son acantilados profundos, fosas abisales donde precipitarse sin remedio. Allí, abajo, te va costar respirar, el escaso aire viciado derramará dentro tuyo una negrura, dejará una resaca indeleble, como limo de alquitrán depositado en el fondo de tus pulmones, que mucho tiempo después de haber cerrado el libro seguirá allí, agazapada, esperando su oportunidad para encontrar otro desdichado a quien infectar.
Hernán Domínguez Nimo