“Buenos Aires es un kanji indescifrable. Aguzando la vista se puede desmenuzar en componentes que recuerdan un significado que jamás llega a atraparse. Los trazos son similares a los de algún ideograma muy conocido, pero al aplicar la lupa al detalle, no son iguales, algo falta o algo sobra, o el orden está revertido de alguna manera. De la misma forma los barrios de la ciudad semejan calles y esquinas y fotos-espejos de otras ciudades, pero en conjunto, no copian ninguna, porque son pedazos, células, miembros de cuerpos distintos y en total no hacen más que un cadáver fragmentado, un frankestein, un mapa incoherente, una orden sin sentido, un manual con instrucciones contradictorias, una carta con destinatario errado.
Y la aparente libertad de ir y venir por las calles en el anonimato no es tal, porque la ciudad cataloga y categoriza, incluye y excluye, alumbra y oscurece, abraza y rechaza, y los que no aprenden su idioma enrevesado jamás resisten, jamás se distienden, sobresaltados en cada rincón oscuro, en cada colectivo repleto, en cada vereda de baldosas destrozadas y gente durmiendo en la calle. Y cómo, dónde se aprende a ser porteño, como todo, en el correr del tiempo, pero solo si el ojo del monstruo atisba y acepta, entonces uno será habitante y vividor vitalicio, no importa dónde haya nacido, dónde viva, o cuál sea su nacionalidad. Para los demás, los desposeídos de la marca de agua porteña, la ciudad permanece como un parque de diversiones abandonado en una noche de invierno.”